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El yo del futuro

  • Foto del escritor: El lobo estepario
    El lobo estepario
  • 8 may
  • 10 Min. de lectura

Actualizado: hace 6 días



Introducción: El Tiempo No es Línea, es Puente



Entrada al Libro de las Visitas Eternas


Nos enseñaron que el tiempo es una línea.

Un trazo recto donde ayer se aleja, hoy se gasta, y mañana no existe.

Pero eso es mentira.


El tiempo no es línea.

Es puente.

Y hay puentes que no se ven.


Puentes que van desde un niño de cinco años a un anciano de noventa.

Desde una lágrima de hoy hasta un abrazo que aún no dimos.

Desde una decisión silenciosa… hasta una vida entera transformada.


Quien aprende a caminar por esos puentes —por dentro—

comienza a ver más allá del reloj, más allá del cuerpo, más allá del miedo.


Este libro es uno de esos puentes.

Un espacio donde tu voz futura se sienta a conversar con vos mismo.

Donde el alma, sin apuro, se reencuentra con lo que nunca olvidó.


Bienvenido. Estás a punto de cruzar.





Toté y la Llama que Nunca se Apaga



(Un cuento para el José Ignacio de 14 años… contado por el José Ignacio de 50)


Una noche extraña, mientras el joven Toté jugaba con sus auriculares puestos y la mente repleta de ideas, algo brilló en el aire de su habitación. No era luz común. Era como una llama suspendida, suave, azulada, que no quemaba pero llamaba.


De esa llama salió un hombre de barba prolija, ojos parecidos y una sonrisa que le resultaba… familiar.


—Hola, Toté —dijo el hombre—. No te asustes. Soy vos… pero de 50 años.


Toté se rió.


—Sí, claro. Y Messi es mi primo.


Pero algo en su voz, en su forma de mirar, no podía ser imitado.


—No vengo a asustarte, ni a cambiar tu destino. Vengo a recordarte algo que nunca deberías olvidar —dijo el hombre mientras se sentaba a su lado—. Vengo a hablarte de tu fuego.


—¿Mi fuego?


—Sí. Ese que sentís cuando te emocionás, cuando algo te importa de verdad. Cuando te enojás con el mundo porque no entiende, cuando sentís que nadie te escucha del todo. Ese fuego es tuyo, y va a iluminar a muchos.


Toté bajó un poco la guardia.


—¿Y si se apaga?


—No se apaga. A veces se esconde. A veces parece que se enfría… pero siempre está. Lo que sí podés hacer es olvidarlo. Por eso vine.


El Toté de 50 años le habló de amigos verdaderos, del valor de decir lo que siente aunque tiemble la voz, de no disfrazarse para gustar. Le habló del dolor que enseña, y del silencio que a veces es el único maestro. De la importancia de la disciplina, de los deportes que tanto le gustan.


Antes de irse, le dejó un cuaderno en blanco.


—Escribí. Lo que sea. Lo que no puedas decir. Lo que sueñes. No hace falta que alguien lo lea. Lo importante es que vos no te olvides.


La llama se volvió luz otra vez. Y Toté, con 14 años, abrió el cuaderno esa misma noche.





Tini y el Espejo del Bosque Callado



(Un cuento para Agustina de 13 años… contado por la Agustina de 50)


Aquella tarde, mientras Tini miraba por la ventana sin ganas de hablar, deseando a veces desaparecer o volverse invisible por un rato, con el celular en las manos, pensando si era un buen momento para acostarse en la cama de su padre a ver unos reels, una ráfaga de viento movió las cortinas con fuerza inusual. Sintió un cosquilleo en el corazón, como si algo estuviera por pasar.


Y entonces la vio.


Una mujer, de cabello suelto y ojos serenos, parada frente a ella. Se parecía. Mucho. Pero era distinta. Más firme. Más en paz.


—Hola, Agustina —dijo la mujer con voz suave—. Soy vos… cuando tengas 50 años.


—¿Yo…? ¿Cómo sé que no estoy soñando?


—¿Recordás ese bosque que te imaginabas cuando querías escapar? Ese donde nadie te apuraba, donde podías respirar… Estoy viniendo de ahí.


Tini la miró con los ojos muy abiertos. Nadie lo sabía. Solo ella y su imaginación.


—Vengo a darte algo que me costó años aprender. Un espejo. Pero no uno común.


Le extendió un pequeño espejo de madera. No reflejaba su cara, sino su alma.


—Mirá —dijo su yo adulta—. Ahí está tu fuerza. Tu ternura. Tu rabia también, sí. Pero no está mal sentirla. Lo importante es qué hacés con ella.


—A veces no sé qué siento… o siento demasiado.


—Lo sé. Pero todo eso que sentís es un regalo, no un problema. Tu sensibilidad no es debilidad. Es tu don. Aprendé a escucharla. A cuidarla. A confiar en ella.


Tini miró el espejo. Y por primera vez se vio completa.


Antes de irse, su yo del futuro le dejó una frase tallada:


“No te escondas, pequeña flor. Lo que el mundo necesita es tu perfume.”

Y desapareció entre hojas que no estaban… pero que crujieron al irse.





Sofi y la Voz del Ratón Estelar



(Un cuento para Sofi de 11 años… contado por la Sofi de 50)


Sofi estaba debajo de su cama.


No porque tuviera miedo —aunque un poco sí—, sino porque ese era su lugar secreto. Ahí hablaba con sus peluches, inventaba mundos, y a veces… se olvidaba de los ruidos del día.


Esa noche, mientras abrazaba a su ratón preferido, algo increíble ocurrió: el peluche tembló. Se iluminó. Y… habló.


—Hola, Sofi.


—¡¿Eh?! ¿Ratón?!


—No soy solo un ratón. Soy vos. Tengo 50 años. Y vengo de muy, muy lejos.


Sofi abrió los ojos como platos.


—¿Del futuro?


—Y del cielo. Del corazón también.


—¿Y por qué sos un ratón?


—Porque es la forma que más confianza te da. Y porque yo nunca olvidé quién eras.


El ratón estelar —o la Sofi mayor dentro de él— le contó cosas dulces y sabias. Le habló de lo valiente que es aunque tiemble, de cómo el mundo a veces da miedo, pero también tiene magia. Le dijo que está bien llorar. Que está bien no entender todo. Y que esa ternura suya… salva.


—¿Y los miedos? —preguntó Sofi.


—Los miedos se miran como a los conejos: con paciencia. A veces saltan, pero si los dejás, se quedan quietos.


—¿Y si se comen mi voz?


—Entonces escribí. Cantá bajito. O dibujá. Pero no la pierdas. Tu voz es tu puente al cielo.


Antes de irse, el ratón dejó una carta enrollada bajo la almohada.


En ella decía:


“Nunca sos demasiado chiquita cuando amás con todo el corazón.”

Y esa noche, Sofi durmió abrazada a sí misma, sin saberlo… pero sabiéndolo todo.




Paloma y el Jardín que la Esperaba



(Un cuento para Ana… contado por Ana, con 100 años)


Esa mañana Ana sintió una nostalgia extraña. No tristeza… más bien un suspiro. Como si alguien la estuviera recordando desde lejos. Se detuvo frente al espejo, con una taza tibia en la mano, y se vio distinta. No por fuera. Por dentro.


Y entonces, ocurrió.


Una mujer mayor, de ojos llenos de luz y piel serena, entró en la habitación sin abrir la puerta. No traía miedo, traía calma. Su voz era suave, como una canción que uno no sabe cuándo aprendió, pero que canta igual.


—Hola, Ana —dijo—. Soy vos… con 100 años.


Ana no habló. Pero sus ojos dijeron todo.


—Vine a agradecerte —dijo la anciana—. Por no rendirte. Por amar cuando dolía. Por sostener el alma de tu familia con los hilos invisibles de la ternura. Por no olvidarte de vos, aunque a veces te postergaste.


—¿Yo? Pero a veces no sé si hice bien…


La anciana le tomó la mano.


—Sí hiciste. A tu modo, en tu tiempo. Y eso fue suficiente. Tu forma de mirar, de cuidar, de escuchar… sanó más de lo que sabés.


—¿Y los errores?


—Los hubo. Pero no pesan. Lo que queda… es lo que diste.


La anciana Paloma la llevó, en un suspiro, a un jardín. No estaba en ningún mapa. Era el jardín de su alma. Allí crecían flores que llevaban los nombres de quienes había amado, perdonado, acompañado. También estaban sus hijos, sus secretos, sus risas, sus miedos vencidos.


—Todo lo sembrado está aquí —dijo su yo centenaria—. Y aún hay espacio para más.


Antes de irse, le dejó una ramita con hojas frescas.


—Esto es para que sigas cuidando la vida. Como siempre hiciste. Aunque no te dieras cuenta.


Y al volver a la cocina, el agua del te seguía tibia. Pero algo en ella ya había cambiado. Porque una parte de sí… había vuelto a casa.





El León Centenario



(Un cuento para José… contado por José, con 100 años)


Era temprano. Demasiado temprano. José se había despertado con el corazón inquieto. No era ansiedad, no era miedo. Era algo más… como una pregunta que no tenía forma, pero sí peso.


Se sirvió un café, caminó hasta la ventana y, al mirar hacia el cielo aún oscuro, sintió que algo —alguien— estaba ahí. No afuera… sino dentro suyo.


Y entonces, apareció.


No con luces ni humo. Simplemente apareció. Sentado en su sillón favorito de lectura, con los ojos serenos y la espalda recta, como si llevara siglos esperando.


—Hola, José —dijo el anciano—. No te asustes. Soy vos. Pero de 100 años.


José se quedó quieto. Lo miró con una mezcla de ternura y temor.


—¿Yo?


—Sí. Y vine porque hoy es un día importante. Hoy podés tomar decisiones que van a cambiarlo todo. No para todos. Para vos.


—¿Qué decisiones?


—Las de siempre: amar, soltar, confiar. Pero hoy, podés hacerlas con más conciencia.


—¿Y si me equivoco?


—Te vas a equivocar. Pero eso no importa tanto. Lo que importa es que no te traiciones.


—¿Y los demás?


—Van y vienen. Algunos se quedan. Pero vos… siempre estás con vos. No te abandones.


El José centenario cerró los ojos un momento.


—¿Sabés qué aprendí? —dijo después—. Que el silencio es más sabio que el ruido. Que el alma habla bajito. Y que Dios no está allá arriba… sino justo detrás del corazón, esperando a que te acuerdes.


Sacó de su bolsillo una pequeña semilla dorada.


—Esta es la última que planté. No sé si vi crecer el árbol. Pero no importa. La sembré con amor. Hacelo vos también, todos los días. Y no pidas permiso para florecer.


Antes de desaparecer, dejó grabada una frase en la madera de la mesa:


“Tu fuego no es para consumirte. Es para alumbrar el camino.”

Y José, el de hoy, se quedó solo. Pero no del todo. Había alguien dentro suyo… que ya sabía el final. Y estaba en paz.





La Segunda Visita del León



José estaba otra vez solo. O eso creía. Pero el aire tenía un peso distinto.

El sol entraba inclinado, como si espiara.

Y ahí estaba él. Otra vez.

El León Centenario.


Esta vez no hablaba con premura. Se sentó, miró al joven que alguna vez fue, y sonrió con cariño.


—¿Querés que te diga lo que aprendí después? —dijo, acariciando el borde de la mesa con los dedos gastados—. Te lo digo igual.


1. La vida nunca fue para entenderla. Fue para vivirla.

Y mientras la vivís, aprendés. Pero no al revés.

A veces querías tener todas las respuestas antes de tomar decisiones.

No lo necesitabas. Lo que necesitabas era confianza en el paso, no certeza del destino.


2. Amá con más libertad, sin calcular tanto.

El amor no se mide, no se negocia, no se fracciona.

Amá aunque no te entiendan. Amá aunque te duela.

Amá aunque no te amen igual. Porque el amor nunca se pierde.

El que ama… ya ganó.


3. No salves al mundo antes de salvar tu alma.

Querías transformar todo. Y estaba bien. Pero te olvidabas de vos.

No pongas afuera el centro. No hagas del dar una forma de abandono.

El alma también necesita casa.


4. El éxito verdadero es la paz al cerrar los ojos.

Lo lograste todo… cuando aprendiste a dormir sin ansiedad.

Cuando lo que eras… no dependía de lo que otros veían.


5. No pospongas la belleza.

Los abrazos. Los viajes. Las caminatas descalzo.

Las cartas a tus hijos. Los silencios con Ana.

La belleza no espera. Está hecha para hoy.


José lo miraba en silencio. Algo en su pecho vibraba.


El anciano se puso de pie. Esta vez, con esfuerzo.


—Y te dejo esto —dijo mientras le entregaba una hoja doblada, escrita con mano firme y temblorosa:



Tres promesas para el José de hoy:


  1. Prometete no traicionarte nunca más.

  2. Prometete no callar lo que tu alma grita en voz baja.

  3. Prometete ser padre de tu niño interior, aunque seas ya padre de otros.




El anciano se alejó. No sin mirar atrás.

Y José, aún joven, aún buscando, aún transformando, entendió que lo más sabio que podía hacer… era escucharse por fin.





El León y la Caverna de los Ecos



La tercera vez no vino caminando.

Tampoco tocó la puerta.

José simplemente se quedó dormido y despertó en otro lugar.


Una caverna inmensa. Viva.

Las paredes respiraban.

El aire estaba lleno de voces suaves… como ecos.

Y ahí estaba él. El León Centenario.

Pero esta vez no estaba solo.


—Hoy no vine a hablarte —dijo—. Vine a mostrarte.


Lo tomó del brazo, con delicadeza, y lo condujo al fondo de la caverna.

Allí había una especie de estanque.

Pero no era agua: era memoria viva.


—Mirá —dijo el anciano.


Y José vio.

Vio a Toté con 40 años, enseñando a otros chicos a confiar en su fuego.

Vio a Tini, adulta, con los ojos llenos de luz, abrazando a niños que habían sido olvidados.

Vio a Sofi, ya mujer, escribir cartas a personas que nunca había visto, pero que sentían que alguien las entendía por fin.


Vio una comunidad. Una red. Una llama.

Y en el centro de todo… una decisión que él aún no había tomado.


—Todo esto —dijo el anciano— nace de un instante. Uno solo.


—¿Cuál? —preguntó José.


—Aquel en que elegiste confiar plenamente en tu alma, sin miedo a parecer loco, sin miedo al juicio, sin miedo al fracaso.


José se arrodilló frente al estanque.

Los ecos le hablaban ahora a él:


“Tu voz importa.”

“Tu ternura dejó huellas.”

“No lo sabías… pero fuiste faro.”


El León Centenario se inclinó y le dijo al oído:


—No te estás inventando. Te estás recordando.

Lo que llamás destino… es solo el eco de lo que ya sos, esperándote.



Al despertar, José lloró sin tristeza.

Sabía que no había sido solo un sueño.

Sabía que la caverna estaba en algún rincón de su alma.

Y que podía volver, cada vez que olvidara quién era en verdad.





Capítulo Final – El Fuego que No se Apaga



Cierre de El León Centenario


Ahora lo sabés.


No fue un sueño.

Ni una alucinación.

Fue el eco de tu alma hablándote desde el futuro.

Desde el corazón de lo que ya sos.


Fuiste visitado por vos mismo.

Y no para corregirte, ni para juzgarte.

Sino para recordarte.


Recordarte que el fuego que llevás adentro no es para quemarte,

es para iluminar el camino de otros.


Que no necesitás permiso para ser profundo.


Ni esconder tu ternura para parecer fuerte.


Ni disfrazarte de éxito cuando lo que deseás es paz.


Ahora sabés que sembrar, aunque no veas la cosecha, sí importa.


Que tus hijos te están mirando, incluso cuando no te miran.


Y que tu alma te escucha incluso cuando vos no lo hacés.


Volviste del viaje.

Pero ya no sos el mismo.


Y cada vez que lo olvides…

volvé a esta página.

Leé de nuevo.

Encendé el fuego.

Y seguí caminando.


Porque vos, José,

no naciste para extinguirte.

Naciste para arder con sentido.

Para sembrar luz en la noche del mundo.



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