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Fábulas para Niños

  • Foto del escritor: El lobo estepario
    El lobo estepario
  • 25 abr
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: hace 6 días


  1. “El León que Sembraba Estrellas”




Había una vez un león muy especial, llamado Leónidas,

que no vivía en la selva, ni en un circo, ni en una ciudad.

Leónidas vivía en un valle secreto, donde el cielo era tan bajo que casi se podían tocar las estrellas.


Pero este león no rugía fuerte.

Tampoco cazaba.

Ni siquiera quería ser el más grande o el más temido.


Su misión era otra: sembrar estrellas.


Cada noche, mientras todos dormían,

Leónidas caminaba por el valle,

llevando en su boca una bolsa invisible llena de semillas de luz.


Y allí donde veía tristeza, sembraba una estrella.

Donde veía miedo, sembraba otra.

Donde veía enojo, sembraba luz más intensa todavía.


Nadie veía su trabajo.

Nadie lo aplaudía.

Nadie le decía “gracias”.


Pero él seguía sembrando.


Porque Leónidas sabía un secreto:

“Las estrellas más hermosas crecen en la oscuridad.”


Un día, un pequeño zorro llamado Milo lo vio.


—¿Qué haces, Leónidas? —preguntó curioso.


El león sonrió y le respondió:

—Estoy sembrando estrellas para los corazones dormidos. Algún día, cuando miren al cielo y sientan esperanza, será porque una de estas estrellas los estará abrazando.


Milo pensó que era una locura.

¡¿Sembrar estrellas?!

¡¿Sin saber si alguien las vería?!


—¿Y si nadie mira hacia arriba? —preguntó el zorrito.


Leónidas le guiñó un ojo y dijo:

—No siembro para que me vean.

Siembro porque es bello sembrar.


Pasaron los años.


Un invierno muy duro llegó al valle.

La nieve cubrió los caminos.

Las casas se apagaron.

Los animales se escondieron.


Y justo cuando todo parecía perdido,

el cielo del valle se encendió de repente:

miles y miles de estrellas nuevas iluminaban la noche.


Y cada criatura, cada niño, cada anciano,

miró hacia arriba y, sin saber por qué,

sintió esperanza.


Sintió que no estaba solo.

Sintió que, a pesar del frío y de la oscuridad,

algo los cuidaba.


Leónidas, desde la colina más alta, sonrió.


No necesitaba aplausos.

No necesitaba fama.

No necesitaba control.


Su alegría era saber que había sembrado amor,

aunque no supiera cuándo florecería.


Y así, el León que sembraba estrellas

se convirtió en el guardián invisible del valle,

el protector de los sueños,

el amigo silencioso de todos los que alguna vez miraron al cielo y sonrieron…

sin saber exactamente por qué.



Moraleja para los niños:


La verdadera magia no está en ser visto, sino en hacer el bien aunque nadie esté mirando. Cada gesto de amor es una estrella que un día iluminará el corazón de alguien que lo necesita.



  1. La Semilla que No Tenía Miedo




Había una vez una pequeña semilla llamada Solina.


Solina era tan, tan pequeña,

que todos los otros seres del bosque pensaban que no llegaría muy lejos.


—Eres demasiado frágil —decían las piedras.

—Eres demasiado blanda —decían las ramas secas.

—El viento te arrastrará —decían los matorrales.


Pero Solina tenía algo que los demás no veían:

no tenía miedo.


Un día, llegó la tormenta.

El cielo rugió.

La tierra tembló.

Las ramas más grandes cayeron.

Las piedras rodaron colina abajo.


Y Solina… voló.


El viento la llevó lejos, muy lejos,

hasta una grieta entre dos montañas.


Allí, entre las rocas duras y el frío,

Solina se hundió en la tierra.


Podía haberse rendido.

Podía haberse escondido.

Podía haberse quejado.


Pero no.


Recordó algo que el sol le había susurrado una vez:


“No necesitas ser grande para crecer. Solo necesitas querer.”


Y así, día tras día, sin que nadie la viera,

Solina empezó a extender sus raíces.

Primero tímidamente, después con fuerza.

Atravesó piedras, abrazó la tierra fría, siguió al agua escondida.


Hasta que un día…

un pequeño brote asomó.


Y luego, una hoja.

Y luego, otra.


Pasaron las estaciones.

Pasaron los años.


Y en aquel desfiladero olvidado,

creció un árbol tan fuerte, tan alto, tan luminoso,

que los viajeros lo usaban para orientarse.

Los pájaros anidaban en sus ramas.

Los niños se refugiaban bajo su sombra.


Todo gracias a la semilla que no tuvo miedo.



Moraleja para los niños:


No importa lo pequeño que seas.
No importa cuán difícil sea el lugar donde caigas.
Si no dejas que el miedo te detenga, podés crecer más allá de tus sueños.



  1. El Río que Aprendió a Fluir






Había una vez un río joven llamado Brillo.


Brillo era inquieto.

Saltaba entre las piedras.

Corría como si quisiera llegar a algún lugar antes que nadie.


—¡Debo llegar al mar! ¡Debo llegar rápido! —se repetía todos los días.


Pero el camino no era recto.

Había montañas que rodear,

valles que atravesar,

piedras gigantes que obstaculizaban su paso.


Cada vez que encontraba una roca enorme, Brillo se enfadaba.


—¡Esto no debería estar aquí! —protestaba, chapoteando con fuerza.


Hasta que un día, agotado de luchar, Brillo se detuvo junto a un viejo sauce.


El árbol, sabio y sereno, le habló:


—¿Por qué peleás tanto, pequeño río?


—¡Porque quiero llegar! ¡Y estas piedras me detienen!


El sauce se meció suavemente y le respondió:


—¿No ves, Brillo?

Las piedras no te detienen.

Te enseñan a fluir.


Brillo se quedó pensando.

Y por primera vez, en vez de empujar, abrazó la piedra.

Se deslizó alrededor de ella, cantando.

Y descubrió algo maravilloso:


¡Era más fácil, más alegre y más sabio seguir el curso que resistirse!


Desde aquel día, Brillo dejó de pelear.

Aprendió a moverse con paciencia.

A bordear los obstáculos.

A confiar en que, aunque no viera el mar, el mar lo estaba esperando.


Y así, riendo y fluyendo, un día —casi sin darse cuenta—

Brillo se encontró ante la inmensidad azul.


No había corrido.

No había peleado.


Había confiado.


Y había llegado.



Moraleja para los niños:


No siempre hay que pelear para llegar.
A veces, el verdadero viaje es aprender a fluir, a confiar en el camino y en uno mismo.

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