Fabulas Para Niños 2
- El lobo estepario
- hace 6 días
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El Bosque que Olvidaba

Había una vez un bosque antiguo, lleno de secretos, aromas y canciones que no podían oírse con los oídos, sino con el corazón.
Los árboles susurraban historias, los ríos cantaban, y las piedras guardaban cuentos mágicos bajo sus musgos.
Durante siglos, los niños venían a jugar.
Corrían entre los árboles, trepaban a las ramas, recogían flores silvestres y escuchaban las voces invisibles de la tierra.
Así, el bosque reía, cantaba y se mantenía vivo, fuerte y joven.
Pero un día, comenzaron a llegar cosas nuevas: pantallas brillantes, ruidos que no venían de pájaros ni de hojas.
Los niños empezaron a quedarse en sus casas, fijos en mundos de imágenes rápidas.
El bosque, entonces, empezó a olvidar.
Olvidó el aroma de las risas.
Olvidó el eco de los pasos.
Olvidó hasta el color de sus propias flores.
Solo uno, un niño llamado Elián, todavía soñaba con el bosque.
Una tarde, mientras miraba una pantalla aburrida, sintió dentro suyo un latido diferente.
Era pequeño, pero fuerte: un llamado del alma.
Elián apagó el aparato, se calzó las botas y caminó hacia el bosque.
Al principio, todo estaba silencioso, como dormido.
Pero cuando Elián tocó la corteza de un árbol y cerró los ojos, algo sucedió:
Una brisa suave acarició su rostro.
Un pájaro cantó, tímido.
Una flor, que parecía marchita, abrió sus pétalos.
El bosque empezaba a recordar.
Desde aquel día, Elián volvió cada tarde. Jugaba, reía, abrazaba los troncos, hablaba con las estrellas.
Poco a poco, otros niños, viendo la alegría que brotaba en sus ojos, dejaron sus pantallas y siguieron su ejemplo.
El bosque recuperó su música, sus colores, sus historias.
Y los niños, su alma despierta.
Porque, aunque las pantallas muestran imágenes, la vida verdadera se siente con todo el ser.
Moraleja:
“Las pantallas pueden mostrar mundos lejanos,
pero solo en la naturaleza, en el juego y en los abrazos,
el alma encuentra su hogar verdadero.”
El Guardián de las Cosas Invisibles

En un rincón escondido del mundo, donde los mapas no llegan y las brújulas se desorientan, vivía un niño llamado Luan.
Luan no era como los demás. No por su ropa ni por su voz, sino porque veía cosas que otros no veían:
el susurro de una flor, el temblor de una hoja antes de caer, la tristeza de una nube cuando nadie la miraba.
Vivía con su abuela en una casa de madera, justo en el límite entre el pueblo y el bosque.
Ella le decía:
—“Escucha más allá de lo que se oye, y mira más allá de lo que se ve. Ahí viven las cosas verdaderas.”
Pero los otros niños no lo entendían.
—“¡Estás en las nubes, Luan!” —se burlaban.
Y él, aunque sonreía, sentía que algo en su pecho se hacía pequeño.
Un día, su abuela le entregó una caja antigua, de madera oscura y nudos vivos.
—“Esta es la Caja de las Cosas Invisibles. Solo alguien como vos puede abrirla. Pero no se abre con llave… sino con actos.”
—“¿Qué actos?”, preguntó Luan.
—“Escucha, cuida, recuerda, juega, confía, abraza… y sabrás.”
Luan salió al bosque, llevando la caja colgada al pecho.
Se sentó bajo un árbol y escuchó. El viento le contó historias.
Jugó con un zorro que parecía salido de un sueño.
Ayudó a una rama rota, poniéndole barro y hojas como una curita.
Cantó solo, rió solo, lloró con un ciervo que había perdido a su madre.
Cada vez que hacía algo con el alma, la caja brillaba un poco más.
Pasaron días, quizás semanas. Cuando volvió al pueblo, los otros niños lo vieron distinto.
No tenía más cosas ni juguetes nuevos, pero algo en sus ojos era más profundo.
Luan empezó a contar historias, a inventar juegos donde no hacía falta ganar,
y sin saber cómo, los demás empezaron a ver también:
la magia del agua, el alma de un insecto, el calor de una mano sincera.
Una mañana, la caja se abrió sola.
No había oro ni secretos… solo un espejo.
Luan lo miró… y se vio niño, pero también árbol, río, viento, abrazo, silencio y juego.
Era el Guardián de las Cosas Invisibles.
Moralejas:
Lo más importante no se ve con los ojos, sino con el alma.
Escuchar a la naturaleza es como escucharse por dentro.
La ternura transforma lo invisible en real.
A veces, ser diferente es el mayor regalo.
Compartir el alma abre las puertas que ningún candado cierra.
El Pez que Soñaba Estrellas

Había una vez un pez llamado Lumo que vivía en un lago profundo y tranquilo, rodeado de montañas silenciosas.
A diferencia de los otros peces, Lumo no pasaba el día buscando comida ni nadando en círculos.
Le gustaba mirar hacia arriba.
Mientras todos veían solo la superficie del agua, Lumo veía reflejos de algo más:
pequeños puntos de luz que titilaban en la noche, como si el cielo quisiera decirle un secreto.
—“Son solo reflejos,” decían los otros.
—“No sirven para nada.”
Pero Lumo sentía que esas luces le hablaban de un lugar más grande que el lago, más profundo que el agua, más real que todo.
Una noche, Lumo decidió hacer algo que ningún pez había hecho antes:
dejó de nadar.
Se quedó quieto, flotando en lo más hondo, en completo silencio.
Y allí, en esa quietud perfecta, algo dentro de él despertó.
Vio un sendero de luz que lo atravesaba desde la cola hasta el corazón.
Y escuchó —no con los oídos, sino con el alma— una voz suave como las corrientes:
“Lo que ves arriba también vive dentro de ti.”
Desde ese momento, Lumo cambió.
No hablaba mucho, pero su presencia era distinta.
Cuando nadaba cerca, el agua se sentía más clara.
Cuando miraba a alguien, era como si los demás también recordaran algo que habían olvidado.
Muchos peces empezaron a imitarlo.
Ya no solo se trataba de nadar rápido o comer más, sino de sentir, de soñar, de quedarse en silencio.
El lago se volvió más luminoso. Las noches más suaves.
Y en la superficie… las estrellas brillaban como nunca.
Algunos dicen que Lumo se convirtió en estrella.
Otros, que simplemente recordó lo que siempre fue.
Moralejas:
Lo invisible no es menos real, solo más profundo.
El silencio no es vacío: es la puerta hacia la verdad.
Cuando uno despierta, otros también empiezan a ver.
No hay que salir del mundo para tocar el cielo. Basta con mirar distinto.
La verdadera luz no está afuera… está dentro, esperando ser encendida.
“La niña que hacía preguntas”

Había una vez una niña que no dejaba de preguntar.
—¿Por qué los peces no se caen del mar?
—¿Qué sueñan los árboles?
—¿Dios también tiene mamá?
Sus padres se sonreían, pero a veces se cansaban.
—Demasiadas preguntas, Alma —le decían—. Mejor jugá.
Pero Alma no podía parar.
Las preguntas le nacían solas, como mariposas del pecho.
Y una noche, soñó que subía a una montaña muy alta,
donde vivía un sabio anciano.
—¿Vos sabés todas las respuestas? —le preguntó.
El sabio la miró con ojos brillantes.
—No —dijo—. Pero sé cuidar muy bien las preguntas.
Alma se sentó a su lado.
Y juntos, en silencio,
contemplaron una estrella que titilaba lejos, como si también preguntara algo al cielo.
Desde ese día, Alma no dejó de preguntar.
Pero ya no se apuraba en responder.
Porque había entendido que una buena pregunta es un regalo que dura para siempre.
Y que hay preguntas que no se responden con palabras,
sino con la vida.
Esa noche, Alma volvió a casa en silencio.
No tenía respuestas nuevas, pero sí algo distinto latiendo en el pecho.
Una certeza sin forma, como una luz suave.
Desde entonces, cuando alguien le decía “¡dejá de preguntar tanto!”,
ella sonreía…
porque sabía que sus preguntas eran estrellas,
y que cada vez que hacía una,
el cielo se abría un poco más.
Con el tiempo, Alma creció.
Se convirtió en una mujer sabia, de mirada tranquila.
Y aunque ahora era ella quien escuchaba preguntas de otros,
nunca dejó de hacer las suyas.
Y cada vez que miraba al cielo —aún en los días más nublados—
recordaba que las mejores preguntas no se apuran.
Se siembran.
Se cuidan.
Y florecen cuando uno aprende a vivirlas.
Moralejas
Las preguntas son un tesoro, no una molestia.
Cuestionar el mundo con curiosidad es una forma de amar la vida.
No todo necesita una respuesta inmediata.
Algunas preguntas existen para ser vividas, no solo respondidas.
Escuchar con paciencia es un acto de sabiduría.
El sabio no siempre responde: a veces acompaña la búsqueda.
La curiosidad es una llama que nunca debe apagarse.Ni
Preguntar es una forma de mantener el alma despierta.
El silencio también es una respuesta.
A veces, mirar una estrella en silencio dice más que mil palabras.
Cuidar una pregunta es más valioso que repetir una respuesta.
Las preguntas bien cuidadas crecen con nosotros, como semillas de luz.
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