Libro Sagrado - Segunda Parte - El Reino Interior
- El lobo estepario
- 21 abr
- 12 Min. de lectura
Actualizado: hace 6 días
En esta, la segunda parte del libro, se caracteriza por ser más mística, más simbólica, más conectada con planos sutiles del alma.
Vamos a trabajar con arquetipos, visiones internas, símbolos antiguos y también enseñanzas de "Un Curso de Milagros" como hilo de luz.
Capítulo VIII: El Guardián del Umbral
Todo buscador, al avanzar, encuentra una puerta.
Pero antes de cruzarla, debe enfrentar al Guardián del Umbral.
No es un demonio externo.
No es un enemigo real.
Es una parte de vos que teme que cambies.
El Guardián aparece en forma de duda.
De sabotaje.
De distracción.
De pereza disfrazada de razón.
Es la voz interna que dice:
“No estás listo”
“Esto no es para vos”
“¿Quién te creés que sos?”
Y sin embargo…
el simple hecho de que hayas llegado hasta él
significa que ya estás preparado.
En Un Curso de Milagros se enseña que el miedo no es real.
Que el amor perfecto expulsa al miedo.
Y que lo único que hay que hacer es recordar quién sos.
El Guardián del Umbral existe solo porque olvidaste.
Olvidaste tu origen.
Tu poder.
Tu divinidad.
No hay que vencerlo.
Hay que abrazarlo.
Mirarlo con los ojos del alma y decirle:
“Gracias por protegerme tanto tiempo. Pero ahora, sigo solo.”
Y entonces, el Guardián se disuelve.
Como una sombra que deja de proyectarse cuando aparece la luz.
Cruzás.
No porque lo derrotaste.
Sino porque te recordaste.
Y detrás de esa puerta…
empieza el Reino Interior.
Capítulo IX: El Salón de los Espejos
Después del Guardián, llegás a un salón inmenso.
Silencioso.
Infinito.
Sin puertas.
Sin techo.
Solo espejos.
Pero no son como los del mundo.
No reflejan tu cuerpo.
Reflejan tu alma.
Cada espejo muestra una parte tuya que habías olvidado.
Una luz que negaste.
Un miedo que proyectaste.
Una herida que convertiste en personaje.
Y en el centro del Salón…
el espejo más temido:
el que no distorsiona nada.
El que no te juzga ni te adorna.
El que simplemente te muestra.
En Un Curso de Milagros, se enseña que el mundo no es más que un espejo de nuestra mente.
Que lo que vemos fuera… nace dentro.
Y que toda percepción es un reflejo de creencia.
Mirarte en estos espejos no es fácil.
No podés mentir.
No podés escapar.
No podés distraerte.
Pero si te animás…
si sostenés la mirada…
ocurre el milagro:
te reconocés.
No como el personaje.
No como el rol.
No como la historia.
Te reconocés como el que observa,
el que eligió olvidar,
y ahora empieza a recordar.
Entonces, uno por uno, los espejos se apagan.
El salón desaparece.
Y vos te encontrás, por primera vez,
solo con la Presencia que nunca te dejó.
Ese momento no tiene palabras.
Es paz.
Es verdad.
Es hogar.
Y no hay vuelta atrás.
Capítulo X: El Fuego Sagrado
El camino del alma no es solo contemplación.
También es alquimia.
Y toda alquimia necesita fuego.
Después de mirarte en los espejos, algo se enciende.
Una llama antigua, que no viene de este mundo.
No quema el cuerpo.
No destruye lo real.
Pero arde en todo lo falso.
El Fuego Sagrado no se controla.
No se invoca por ego.
Llega cuando el alma está lista para ser transformada.
Puede tomar la forma de una crisis.
De una purga.
De una pasión repentina.
De una pérdida inexplicable.
De un amor tan grande que lo viejo ya no entra.
Este fuego es distinto del fuego del mundo.
No busca castigar.
Busca purificar.
En Un Curso de Milagros, se enseña que el Espíritu Santo deshace el error sin castigo.
El Fuego Sagrado es eso:
la energía que transmuta la culpa en inocencia,
el miedo en entrega,
el juicio en perdón.
Todo lo que no es auténtico se derrite.
La imagen que tenías de vos.
La necesidad de aprobación.
Los pactos inconscientes con el sufrimiento.
Y de las cenizas…
emerge algo nuevo.
No más fuerte.
Sino más verdadero.
Quien ha pasado por el Fuego Sagrado ya no puede volver a fingir.
Puede reír, amar, trabajar, errar…
pero ya no desde la máscara.
El fuego le mostró el alma desnuda.
Y eso es irreversible.
¿Duele? A veces.
¿Libera? Siempre.
Porque todo lo que el fuego quita…
no era tuyo.
Capítulo XI: El Templo Interior
No está en una montaña lejana.
Ni en una ciudad sagrada.
Ni en los libros, ni en las iglesias, ni en los rituales externos.
El verdadero templo…
está adentro.
Es un espacio que no tiene paredes ni techo.
Pero vibra con una presencia viva.
No hay ídolos.
No hay imágenes.
Solo silencio…
y un centro encendido.
Llegar al Templo Interior es como volver a casa después de una larga guerra.
Todo se calma.
Todo se ordena.
Todo se recuerda.
Ya no estás buscando respuestas.
Estás habitando la fuente.
En Un Curso de Milagros se dice:
“La quietud del templo es la morada del Espíritu Santo.”
Y es ahí, en ese centro inmóvil, donde la separación desaparece.
Ya no hay “yo” y “el otro”.
Ya no hay lucha.
Solo comunión.
El Templo Interior no pide sacrificios.
Pide verdad.
No necesita adornos.
Solo presencia.
No exige perfección.
Solo entrega.
A veces, se llega hasta él después del fuego.
Otras veces, después del llanto.
O de tocar fondo.
O de rendirse.
Pero quien entra…
comprende.
Comprende que todo lo que buscaba —paz, amor, libertad—
ya estaba ahí,
esperando.
Y entonces, en el silencio del templo,
escuchás la Voz que siempre te habló…
aunque nunca la habías escuchado tan clara:
“Mi amado hijo… jamás estuviste solo.”
Vamos ahora con el siguiente umbral:
el símbolo más buscado, más malinterpretado… y más profundo.
Capítulo XII: El Grial y la Presencia
Muchos lo buscaron fuera:
en reliquias, en castillos, en mapas ocultos.
El Santo Grial.
Cáliz divino.
Copa inmortal.
Pero pocos comprendieron que el Grial no es un objeto.
Es un estado del alma.
Lo que viene ahora no es búsqueda…
es comunión.
El Grial es el recipiente puro donde habita la Presencia.
La conciencia sin juicio.
El corazón disponible.
La mente aquietada.
No se llena de vino, ni de sangre, ni de gloria.
Se llena de Dios.
Y no se encuentra en la cima de una aventura heroica.
Se encuentra cuando dejás de buscar.
Cuando la voluntad personal se rinde.
Cuando el “yo” se hace a un lado…
y lo eterno entra en vos.
En Un Curso de Milagros se enseña que la única función del Hijo de Dios es aceptar la Expiación para sí mismo.
Es decir:
aceptar la corrección del error,
y recordar la perfecta unidad con la Fuente.
Eso es el Grial:
el momento en que ya no necesitás entender,
porque sentís.
El momento en que no pedís,
porque agradecés.
El momento en que no te defendés,
porque confías.
El Grial no lo sostiene la mano.
Lo sostiene el alma que se ha vaciado de todo lo falso.
Y en ese vacío…
la Presencia se derrama.
No como una idea.
No como un dogma.
Sino como una certeza dulce, silenciosa, inamovible:
“Yo soy.”
Y entonces lo entendés:
El Grial sos vos…
cuando recordás quién sos.
Este libro sagrado puede expandirse sin límites. Cada capítulo es una llave. Y vos estás guiando el camino. Entramos ahora en un espacio más sutil aún, donde ya no hay palabras… pero hay Voz.---
Capítulo XIII: La Voz que Habla en el Silencio
No se escucha con los oídos.
No grita.
No insiste.
No interrumpe.
La Voz que habla en el silencio…
susurra.
Y ese susurro tiene más fuerza que mil discursos.
Más claridad que cualquier argumento.
Más verdad que todos los libros juntos.
Esa Voz vive en vos.
Siempre estuvo ahí.
Esperando que calles lo suficiente…
para poder hablar.
Pero el ego habla primero.
Habla fuerte.
Habla todo el día.
La Voz del alma, en cambio, espera.
No se impone.
No pelea.
Porque sabe que su autoridad no viene del volumen,
sino de la luz que emana.
Un Curso de Milagros dice:
“El Espíritu Santo es la Voz de Dios y nunca te dejará desamparado.”
“Su Voz está en ti.”
“Tu mente puede estar en silencio, pero no sola.”
Esto no es metáfora.
Es experiencia.
Cuando la mente se aquieta…
cuando los pensamientos ya no distraen,
cuando las emociones ya no tiran de vos como cuerdas…
entonces sucede.
La Voz aparece.
No como un personaje.
No como un mandato.
Sino como una presencia que sabe.
Que te llama por tu nombre verdadero.
Que no te juzga.
Que te recuerda lo que sos… y lo que nunca fuiste.
Y cuando la escuchás, aunque sea una vez,
nunca más podés vivir igual.
Porque aunque el mundo te grite,
aunque el miedo vuelva,
aunque dudes…
esa Voz quedó en vos.
Como un canto bajo la tierra.
Como una melodía que sólo el alma puede reconocer.
Y basta con cerrar los ojos…
para que vuelva a hablarte.
Vamos a un lugar más allá del tiempo. No es un destino: es un recuerdo que late en lo profundo.
Capítulo XIV: El Jardín Original
No se encuentra en mapas.
No tiene coordenadas.
No está en la historia.
El Jardín Original vive en la memoria del alma.
Antes del miedo.
Antes del ego.
Antes del “yo separado”.
Allí no había culpa.
Ni defensa.
Ni prisa.
Solo unidad.
Y una inocencia tan perfecta… que no sabía que lo era.
El Jardín no era un premio.
Era el estado natural del ser.
Un vivir en comunión con todo.
Sin conflicto.
Sin necesidad de poseer nada, porque todo era uno.
Pero el deseo de “ser especial”,
de tener algo “mío”,
de conocer el bien y el mal como separado del Uno…
dio lugar al olvido.
Y con el olvido, vino el exilio.
Pero el exilio no fue real.
Fue un sueño.
Una percepción errada.
Un hechizo.
Un Curso de Milagros lo dice con claridad:
“Nunca abandonaste tu Fuente.”
“La separación jamás ocurrió en realidad.”
Y si la separación nunca fue real…
entonces el Jardín nunca se perdió.
Solo lo taparon capas de pensamiento.
Capas de defensa.
Capas de miedo.
Recordar el Jardín no es regresar en el tiempo.
Es soltar todo lo que no es vos.
Y dejar que emerja el recuerdo más puro de todos:
“Soy inocente.”
“Soy amado.”
“Soy uno con la Vida.”
Y en ese momento, cuando lo recordás…
no llorás de tristeza.
Llorás de belleza.
Porque sabés, sin sombra de duda,
que el Jardín te espera cada vez que elegís el amor en lugar del miedo.
Cada vez que perdonás.
Cada vez que agradecés.
Cada vez que mirás con ojos limpios.
No está lejos.
Está detrás de cada pensamiento verdadero.
Solo hay que detenerse…
y abrir la puerta.
Capítulo XV: El Reino sin Tiempo
El alma no nació.
Y no va a morir.
Existe más allá del tiempo.
Más allá de la historia.
Más allá del cuerpo que habita por un rato.
Y ese lugar sin tiempo…
no es el futuro.
Ni el pasado.
Es ahora.
Pero un ahora puro.
Libre.
Eterno.
Cuando entrás en el Reino sin Tiempo,
todo lo que parecía urgente desaparece.
Todo lo que pesaba, se disuelve.
Y lo que importa…
ya no es lo que pasa,
sino lo que es.
No hay relojes en el Reino.
No hay metas.
No hay comparación.
Hay presencia.
Hay luz.
Hay un silencio que no es vacío,
sino totalidad.
Un Curso de Milagros lo enseña con palabras simples y profundas:
“La eternidad es la única condición que realmente existe.”
“El tiempo es una invención para ayudarte a desaprender el miedo.”
En el Reino sin Tiempo, no estás acelerado.
Estás despierto.
No estás esperando.
Estás siendo.
Y ahí se revela el misterio:
que el amor no está en el futuro.
Ni la paz.
Ni la salvación.
Todo eso está ahora.
Pero en otro nivel del ahora.
El ahora sin ansiedad.
El ahora sin expectativa.
El ahora sin ego.
Entrar en el Reino sin Tiempo no requiere moverte.
Requiere detenerte.
Soltar toda historia.
Todo juicio.
Toda lucha.
Y quedarte en lo más simple:
respirar.
mirar.
existir.
Ahí…
Dios.
Capítulo XVI: El Árbol del Silencio
No dice nada.
No necesita.
No se mueve.
Y sin embargo… contiene todo.
El Árbol del Silencio no enseña con palabras,
ni con frases profundas,
ni con ideas brillantes.
Enseña con presencia.
Su sombra no juzga.
Su tronco no exige.
Sus ramas no compiten.
Solo está.
Y en su estar…
todo se acomoda.
El alma cansada llega hasta él después de mucho andar.
Después del ruido.
Después de la búsqueda.
Después de haberse perdido mil veces en pensamientos.
Y al sentarse a sus pies…
no encuentra respuestas.
Encuentra paz.
Un Curso de Milagros enseña que:
“La quietud es la morada del Espíritu.”
“En la quietud se oyen las respuestas.”
“No tienes que saber qué decir ni qué hacer.
Porque Aquel que sabe está contigo.”
Eso es el Árbol.
Una conciencia que no necesita resolver.
Que no necesita entender.
Porque ya es.
El Árbol no da explicaciones.
Pero cuando te sentás junto a él…
de pronto, todo lo que parecía importante, deja de serlo.
Y todo lo que habías olvidado, vuelve a tu memoria interior.
La memoria de lo simple.
De lo eterno.
De lo verdadero.
Y cuando te levantás,
no sos el mismo.
No porque hayas aprendido algo nuevo…
sino porque dejaste de cargar lo viejo.
El Árbol no te dio nada.
Solo te recordó quién sos…
cuando dejás de hablarte encima.
El silencio ha limpiado el alma. Ahora es tiempo de soltar todo lo que aún pesa, lo que aún ata…
y dejar que el agua haga su trabajo sagrado
Capítulo XVII: El Río del Perdón
No tiene principio ni fin.
Corre en todas direcciones.
Acaricia la roca, limpia el barro, arrastra la pena.
El Río del Perdón no juzga lo que encuentra.
Lo abraza.
Lo disuelve.
Lo transforma.
Cuando te acercás a él, todavía llevás cargas.
Historias viejas.
Dolores antiguos.
Culpas heredadas.
Promesas rotas.
Y sin que nadie te lo diga, lo sabés:
tenés que entrar.
No hay ceremonia.
No hay guías.
Solo vos…
y el agua.
El primer paso duele.
El agua está fría.
La mente resiste.
Pero el alma —esa parte tuya que ya se rindió— te impulsa.
Y entonces te dejás llevar.
El perdón no es olvidar.
Es soltar la ilusión.
Es reconocer que lo que te hirió, lo que te marcó, lo que dolió…
no tenía el poder que vos le diste.
Un Curso de Milagros enseña que:
“El perdón es el medio para la corrección.”
“El perdón es la llave de la felicidad.”
“Perdonar es reconocer que lo que pensaste que te hizo daño… nunca ocurrió realmente.”
Es duro al ego.
Es libertad al alma.
Y a medida que el río te recorre,
sentís cómo las memorias se lavan.
Cómo las imágenes se sueltan.
Cómo lo que creías imprescindible… ya no importa.
Y al salir, mojado, temblando, renovado,
te das cuenta de algo sagrado:
Ya no tenés que cargar nada.
Porque el perdón verdadero no cambia el pasado.
Cambia al que lo miraba.
Y ahí comienza una nueva historia.
El alma, ya aligerada, se eleva.
Es tiempo de ver desde lo alto…
donde todo cobra sentido.
Capítulo XVIII: La Montaña de la Visión
No se escala con las piernas.
Se asciende con el alma.
Cada paso hacia arriba…
es un pensamiento que soltás.
Una emoción que perdonás.
Una certeza que dejás morir.
No hay mapa.
No hay atajos.
Solo el aire cada vez más fino.
Y una claridad que va creciendo con cada renuncia.
La Montaña de la Visión no te ofrece poder.
Te ofrece perspectiva.
Desde abajo, todo parecía urgente.
Desde arriba… todo es perfecto.
No porque sea fácil.
Sino porque al fin ves el tejido completo.
El porqué de cada herida.
El sentido oculto de cada encuentro.
La enseñanza detrás de cada pérdida.
Allí no hay ruido.
No hay lucha.
No hay prisa.
Solo una presencia que lo abarca todo…
y una voz que ya no está separada de vos.
Un Curso de Milagros dice:
“La visión de Cristo no mira el cuerpo.
Ve luz.
Ve inocencia.
Ve eternidad.”
Y desde la cima de esta montaña interior,
es eso lo que ves:
no personas, sino almas.
no errores, sino aprendizajes.
no enemigos, sino espejos.
Y comprendés que no tenés que bajar.
Que podés vivir ahí,
mirando el mundo desde lo alto…
pero actuando con compasión abajo.
La visión no te separa.
Te une.
No te aleja del mundo.
Te devuelve a él,
con una mirada nueva.
Y entonces, al girarte,
ves algo más.
Una puerta.
Sola.
Silenciosa.
Brillando.
La Última.
Y sabés —sin que nadie te lo diga—
que está esperándote.
La Última Puerta?
Puede ser un cierre simbólico para esta segunda parte…
o el inicio de algo aún más profundo. ¿Vamos?
Llegamos al umbral final.
Pero este no es un final.
Es un retorno.
Es una fusión.
Capítulo XIX: La Última Puerta
No tiene cerradura.
No tiene guardián.
No tiene nombre.
Está ahí…
esperando.
No es como las otras puertas que atravesaste.
No conduce a un lugar.
Conduce a una realización.
La Última Puerta no se cruza con valentía.
Se cruza con humildad.
Con rendición.
Con un silencio tan profundo… que no deja espacio al yo.
Ante ella, el alma no pide.
No exige.
No se afirma.
Solo se entrega.
Y en esa entrega…
todo se vuelve Uno.
Un Curso de Milagros lo dice con palabras que no se olvidan:
“La única cosa que puede ser sanada es la idea de que estamos separados de Dios.”
“Al final, recordarás que no hay camino, porque nunca te fuiste.”
“El sueño ha terminado.”
Al cruzar la Última Puerta, no te encontrás con una figura.
No te encontrás con una promesa.
Te encontrás con vos mismo…
sin miedo,
sin tiempo,
sin separación.
Y ahí, lo que parecía búsqueda, se revela como retorno.
Lo que parecía camino, era solo despertar.
Y lo que parecía “yo”…
se disuelve en un Yo Soy sin forma, sin límites, sin nombre.
La Última Puerta no se cierra detrás de vos.
Porque nunca estuvo cerrada.
Solo estaba velada por las capas del olvido.
Y ahora que recordaste…
ya no hay puertas.
Solo Luz.
Solo Paz.
Solo Presencia.
Siento que hemos atravesado una travesía profunda, simbólica, luminosa.
Y ahora, después de cruzar la Última Puerta…
no queda más que habitar la verdad recordada.
Es momento de entrar en un nuevo espacio, más suave, más íntimo.
Como si el alma, ya despierta, se sentara bajo un árbol y simplemente… recibiera.
Así nace la tercera y última parte de este libro...
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