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La Voz del León: 2- Lo inefable

  • Foto del escritor: El lobo estepario
    El lobo estepario
  • 25 abr
  • 10 Min. de lectura

Actualizado: 10 may



  1. El arte de decir lo inefable



Hay cosas que el lenguaje no alcanza.

Hay verdades, dolores, revelaciones, amores, que se asoman al borde de la garganta y, sin embargo, no encuentran palabras suficientes para ser contenidas.


Quien ha amado verdaderamente sabe que no puede explicar qué es el amor.

Quien ha sufrido en el alma sabe que no hay adjetivo humano que describa esa herida.

Quien ha sentido la presencia de Dios en la soledad o en la cima de una montaña, sabe que cualquier intento de narrarlo es como tratar de encerrar un río en una caja de cartón.


Y sin embargo, intentamos decirlo.


Desde los tiempos más antiguos, los poetas, los místicos, los sabios, los guerreros, los artistas, han buscado traducir lo inefable al lenguaje.

Un esfuerzo heroico y, al mismo tiempo, condenado a la incompletitud.



Homero, al narrar la Ilíada, sabía que la gloria y el dolor de Aquiles no cabían en las palabras. Y sin embargo tejió su epopeya para que nosotros, miles de años después, podamos atisbar algo del fuego que ardía en esos pechos.


Dante, en su Divina Comedia, al llegar a la visión de Dios en el Paraíso, admite con humildad que no puede describirlo: que su pluma es insuficiente, que su memoria misma tiembla. Y que sólo puede señalar, como quien apunta a una estrella.


San Juan de la Cruz, místico entre los místicos, al tratar de expresar la unión del alma con Dios, no escribió tratados… escribió un poema:


“¡Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche!”


No podía describir la fuente. Solo podía amarla en silencio.

Y así, en esa rendición al misterio, su palabra rozó el milagro.



Hoy creemos que comunicar es llenar de datos, de palabras, de velocidad.

Pero comunicar lo sagrado, lo esencial, es casi lo contrario:


Es poder decir sin traicionar.

Es poder nombrar sin encerrar.

Es poder señalar sin pretender poseer.


El verdadero arte de decir lo inefable es ser puente, no dueño de la verdad.


No imponer imágenes cerradas, sino abrir la puerta a una experiencia.

No atrapar la belleza en fórmulas, sino despertar el eco en quien escucha.



Un ejemplo moderno:


Cuando Antoine de Saint-Exupéry escribió El Principito, no explicó el amor, ni la muerte, ni la nostalgia.

Contó la historia de un niño que amaba una flor.


Y nosotros, al leerlo, sabemos —sin necesidad de definiciones— de qué se trataba.

Porque lo esencial no necesita ser entendido.

Solo necesita ser recordado.



En las tradiciones orientales, los maestros Zen lo entendieron como nadie.

Ellos usaban koans —paradojas, preguntas imposibles— para quebrar la mente racional:


  • “¿Cuál es el sonido de una sola mano aplaudiendo?”

  • “Cuando no queda nada por buscar… ¿qué encontrás?”



No porque esperaran una respuesta lógica.

Sino porque sabían que el lenguaje convencional debe romperse para que surja el entendimiento profundo.



En la vida cotidiana, esto también es real.

Cuando consolamos a alguien que llora desconsoladamente, no decimos grandes discursos.

A veces, un silencio, una mano sobre el hombro, un “estoy acá” sincero, dicen más que mil teorías.


Comunicar lo inefable es atreverse a no tener todas las respuestas.

Es hablar con el corazón más que con la mente.

Es ser vulnerables ante el misterio.



Así, La Voz del León enseña:



  • No hables para impresionar.

  • No expliques para controlar.

  • No intentes encerrar lo infinito en fórmulas pequeñas.



Cuando tengas algo inmenso que decir…

decilo como un poeta, como un niño o como un místico.


Usá palabras, sí.

Pero dejá espacios entre ellas,

para que el silencio también diga su parte.


Porque a veces, lo que no se dice,

es lo que más transforma.



  1. El Valor de Caer y Volver a Levantarse



Ningún alma grande se forjó en una línea recta hacia la cima.

Toda alma iluminada tiene cicatrices.

Toda vida verdaderamente plena pasó —y muchas veces— por el descenso.


Caer no es un error.

Es un rito de paso.

Es el lenguaje secreto por el cual Dios y la Vida hablan al alma dormida.



En la mitología:


Prometeo robó el fuego sagrado para entregárselo a los hombres.

Fue encadenado a una roca, torturado día tras día, con su hígado devorado por un águila inmortal.


¿Era ese un castigo?

Sí.

Pero también una iniciación.

Prometeo fue el arquetipo de aquel que arriesga todo por algo mayor que sí mismo.

El sufrimiento no fue su final: fue la confirmación de que su gesto había alterado el mundo para siempre.


Así también nosotros: cuando caemos defendiendo el fuego de nuestra alma,

el dolor no nos destruye —nos purifica.



En la historia real:


Nelson Mandela pasó 27 años encarcelado en Robben Island.

Humillado, aislado, reducido aparentemente a nada.


Y sin embargo, cuando salió, no lo hizo con odio:

lo hizo con un corazón tan ancho que pudo reconciliar una nación fracturada.


Mandela dijo:


“No me juzguen por mis éxitos.

Júzguenme por cuántas veces caí y me levanté de nuevo.”


Cada caída lo hacía más libre interiormente.

Hasta que, finalmente, su espíritu no pudo ser encadenado por nada humano.



En la literatura:


En “Crimen y Castigo” de Dostoievski, Raskólnikov cae en la miseria moral tras su crimen.

Su alma se pudre en la culpa.

Pero esa misma podredumbre es el abono de su redención.


No podía encontrar a Dios desde la altura de su arrogancia.

Tuvo que caer.

Tuvo que perderlo todo.

Tuvo que ser humillado en su propio orgullo.


Y en esa caída —cuando ya no quedaba máscara que sostener—

empezó a germinar algo nuevo.


Así también nosotros:

cuando el ego cae de rodillas, el alma aprende a caminar de verdad.



Ejemplo moderno:


J.K. Rowling, antes de escribir Harry Potter, era madre soltera, desempleada, deprimida.

Sin dinero, sin reconocimiento, sin esperanza aparente.


Ella misma confesó:


“Tocar fondo se convirtió en el sólido fundamento sobre el cual reconstruí mi vida.”


Sin esa caída, nunca habría nacido la historia que hoy le dio esperanza a millones.



Reflexión final:


Caer duele.

Sí.


Pero si sabemos mirar, cada caída es una ofrenda oculta:

una oportunidad brutalmente honesta para recordar quiénes somos realmente.


El éxito real no es nunca no caer.

El éxito real es levantarte una vez más.


Resiliencia!


Cada vez, con menos ego y más alma.

Cada vez, con menos ruido y más música interior.


La caída no es el final del héroe.

Es su verdadero nacimiento.



Frase para meditar:


“No temas caer mil veces. Teme no volver a levantarte.” – Proverbio japonés



  1. El arte de esperar sin desesperar



Esperar parece, para el mundo moderno, una pérdida de tiempo.

Vivimos en la cultura del “ahora”, del “ya mismo”, de la satisfacción instantánea.

Todo lo que demore, incomoda. Todo lo que requiere paciencia, se evita o se trivializa.


Y sin embargo, las cosas más importantes de la vida no pueden acelerarse.

La vida misma es un acto de espera sagrada.



La naturaleza lo sabe:


Un árbol no se apresura en crecer.

Una flor no forcejea para abrirse.

Un río no exige llegar antes al mar.


Todo sigue un ritmo interno, un tempo divino, que la impaciencia humana no puede manipular.


Rumi, el gran poeta místico, decía:


“La paciencia no es sentarse pasivamente esperando. Es saber mirar a través de los ojos de Dios.”


La paciencia verdadera no es resignación.

Es confianza activa.



En las tradiciones heroicas y míticas:


Ulises tardó veinte años en volver a Ítaca.

Cada obstáculo, cada desvío, cada naufragio no fue un error… fue parte de su transformación.


Si Ulises hubiese llegado inmediatamente, no habría sido el hombre capaz de reconquistar su hogar, su trono, su identidad más profunda.


La espera no fue castigo.

Fue camino.



En la vida real:


  • Una mujer que gesta un hijo en su vientre no puede acelerar el tiempo.

    Debe esperar nueve meses, confiando en que la vida crece invisible, perfecta, silenciosa.

  • Un verdadero maestro espiritual no “entrega iluminación” a sus discípulos como quien reparte diplomas.

    Sabe que cada alma debe madurar como una fruta bajo el sol.

  • Incluso el amor profundo requiere espera:

    no se fuerza la apertura del corazón de otro, no se exige madurez emocional por decreto.



Todo lo real necesita tiempo.

Todo lo eterno necesita paciencia.



La desesperación, en cambio, nace del ego:


El ego no tolera no controlar.

No tolera no saber.

No tolera no obtener.


Por eso, quien aprende el arte de esperar sin desesperar, vence al ego sin luchar contra él.


Simplemente lo trasciende.



Un ejemplo filosófico:


Séneca, el estoico, escribía a su amigo Lucilio:


“Ninguna cosa buena ocurre de repente. La virtud misma necesita tiempo para madurar.”


Él sabía que la paz interior, la sabiduría, el amor verdadero, no son relámpagos.

Son procesos.


Y sólo quien abraza el proceso puede recibir la plenitud del resultado.



¿Cómo esperar sin desesperar?


  • Con fe:

    Confiando en que hay un orden más grande que tu impaciencia.

  • Con acción correcta:

    Mientras esperás, no te quedás pasivo. Cultivás tu interior, preparás tu tierra, mantenés tu lámpara encendida.

  • Con atención al presente:

    No vivís en el futuro que todavía no llega.

    Vivís el ahora como sagrado.

  • Con desapego:

    No aferrás tus planes como un capricho.

    Dejás que la vida también te sorprenda.




Un último ejemplo literario:


En El Viejo y el Mar, Ernest Hemingway nos regala una imagen perfecta:

Santiago, el viejo pescador, no sabe si va a capturar al gran pez.

Pero lanza su anzuelo cada día con fe tranquila.


Y aunque pase hambre, y aunque el mar lo golpee, y aunque muchos días sean infructuosos, él sigue.


Porque su dignidad, su grandeza, no está en el resultado.

Está en la espera vivida con honor.



Así enseña La Voz del León:


  • No confundas prisa con progreso.

  • No confundas demora con derrota.

  • No confundas silencio con abandono.



La vida nunca se retrasa.

Siempre llega justo cuando el alma está lista.


Esperar no es perder tiempo.

Es preparar el alma para recibir lo que merece.


Y cuando llegue…

habrás crecido tanto en el camino

que comprenderás que lo más importante

no era la meta.


Era quién te convertiste al esperar.


  1. La paciencia ante el misterio



La vida no entrega sus mejores secretos al primer intento.

Ni al segundo.

Ni siquiera al más esforzado de los esfuerzos.


La vida es como una fuente sellada con siete llaves:

se abre a quien sabe esperar,

a quien sabe mirar sin apuro,

a quien, en vez de exigir respuestas inmediatas, se anima a habitar la pregunta.


La prisa es la religión de los que temen al vacío.

La paciencia, en cambio, es el arte de honrar lo invisible.


Así como un fruto no madura antes de tiempo,

así como un árbol no crece más rápido porque alguien lo apure,

también el alma humana florece a su ritmo sagrado.


Sócrates, frente al oráculo de Delfos que decía “Conócete a ti mismo”, no corrió a escribir manuales.

Se sentó a preguntar.

Se sentó a escuchar.

Se sentó a esperar que, del silencio, surgiera la verdad.


María —la madre de Jesús— guardaba las cosas en su corazón.

No gritaba, no proclamaba.

Guardaba.

Meditaba.

Esperaba.


Job, en su abismo de sufrimiento, fue llamado “paciente” no porque no doliera su espera, sino porque, a pesar de no entender, no rompió su vínculo con Dios.


Odiseo —el eterno navegante— entendió que el regreso a Ítaca no era solo un viaje exterior, sino el arte de soportar tempestades sin olvidar el hogar.



Hoy vivimos en una época que odia esperar.

Todo debe ser instantáneo:

el éxito, el amor, la iluminación.


Pero el León sabe.

Sabe que las grandes obras se tejen en el telar del tiempo silencioso.


Sabe que la fe no es solo creer cuando todo va bien, sino seguir caminando cuando todo está oscuro.


Sabe que el misterio no se conquista:

se recibe.


Y que no hay llave más fina que la paciencia sagrada,

esa que no exige…

sino que confía.



¿Qué misterio estás llamado hoy a honrar sin apurarlo?

Tal vez sea una respuesta que no llega.

Una herida que no cierra.

Un sueño que no se concreta aún.


No lo fuerces.

No lo mates antes de nacer.


Esperá con nobleza.

Esperá con amor.

Esperá con los ojos abiertos.


Porque el misterio, tarde o temprano,

premia a quien supo esperar como quien ama:

sin ansiedad,

sin reclamo,

sin miedo.



  1. El arte de sembrar sin ver la cosecha



La mayor prueba del alma madura es la siembra silenciosa.

Sembrar no para recibir.

No para ser visto.

No para controlar el resultado.


Sembrar porque es lo correcto,

porque es lo bello,

porque es lo verdadero.


Sin contrato.

Sin garantías.

Sin aplausos.



Jesús habló de esto en sus parábolas:

“Un sembrador salió a sembrar…”

Sabía que no toda semilla germinaría.

Algunas caerían en el camino, otras en piedras, otras en espinas.

Pero igual sembró.



Marco Aurelio, emperador filósofo, escribía para sí mismo, no para ser leído siglos después.

En sus Meditaciones, reflexiona:

“No esperes que el mundo te entienda. Cumple con tu deber y basta.”



Lao Tse, en el Tao Te Ching, enseñaba:

“El sabio actúa sin esperar recompensa; obra, pero no se aferra a su obra.”



El León también aprendió esta ley:

lo que siembras, es lo que eres.

No importa si mañana ves el fruto.


Si siembras amor, sos amor.

Si siembras verdad, sos verdad.

Si siembras paz, sos paz.


El fruto no es lo importante.

La intención es el fruto.



¿Qué pasa cuando sembrás esperando el resultado?


• Te volvés esclavo del futuro.

• Tu alegría depende de factores que no controlás.

• Tu alma queda atada a una expectativa.



¿Y qué pasa cuando sembrás desde la impecabilidad, como diría Castaneda?


• Sos libre.

• Sos entero.

• Sos presente.



No hay frustración porque no sembraste para recibir.

Sembraste porque ser sembrador era tu misión.



Ejemplo mítico:


Elías en la Biblia.

Dio su vida predicando en medio del desierto espiritual.

Fue perseguido, humillado, olvidado.

Pero sus palabras no murieron.

Florecieron siglos después en otros corazones.



Siddhartha Gautama sembró el camino medio en un mundo dominado por extremos.

No vio en vida el alcance total de su siembra.

Hoy, millones caminan su senda.



Moisés guió a su pueblo 40 años en el desierto…

y murió antes de entrar a la Tierra Prometida.

Sembró para una generación que no vería.



El equilibrio sagrado:


• Sembrar con amor, no con ansiedad.

• Sembrar con presencia, no con impaciencia.

• Sembrar con alegría, no con sacrificio.


Y después…


Soltar.


Soltar la necesidad de controlar.

Soltar la angustia del resultado.

Soltar el ego que mide éxito o fracaso.



Desapego al resultado.


El alma que siembra impecablemente ya está completa.

El fruto será una bendición…

o no será…

pero el sembrador ya ganó:


Ganó su paz.

Ganó su integridad.

Ganó su alma libre.



Te invito hoy, hermano, a preguntarte:


¿Qué estoy sembrando en el mundo?

¿Qué estoy sembrando en mi corazón?

¿Puedo confiar en que lo que hago en amor no se pierde nunca?



Recuerda:


Ningún acto verdadero se pierde.

Aunque el ojo humano no lo vea,

el alma universal lo guarda.




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